martes, 30 de noviembre de 2010

CAPÍTULO II: La mensajera (1ª parte.)

Todo un mundo nuevo se abrió ante sus ojos, cuando inesperadamente en aquella mañana, fijó su vista entre las ranuras de los antiguos tablones madera del siempre limpio piso de cocina, en casa de su abuela. Rubí, no había visitado la antiquísima casa de Mamaflora en años, nunca pensó que un detalle tan trivial como aquel, lograría capturar con tal intensidad su atención, sobre todo porque durante gran parte de su niñez, observó en reiteradas ocasiones sentado desde allí, los ágiles movimientos de su entusiasta abuela mientras preparaba, el exquisito pastel de choclo que tanto disfrutaban él y su abuelo, una vez llegada la hora del almuerzo.

Así, recordaba su infancia el ahora recio muchacho de veintidós años, en cuya memoria quedaron almacenados el fresco olor de la albahaca, los cálidos y mágicos vapores sureños, y uno que otro melancólico tango de Gardel sonando por toda la casa un domingo por la mañana.

Pero ahora, todo era distinto, y es que a Rubí nunca le pareció tan atractivo como entonces, el viejo y dulzón aroma que emanaba desde la parte inferior de la casa, así como el color café de la madera añeja, la superficie lisa de la ésta y los numerosos anillos impresos en los tablones de lo que alguna vez fue un robusto y hermoso Coigüe. Para el muchacho de ojos miel, el gran atractivo en aquel piso de cocina radicaba en su apariencia inerte y carente vida, la cual nunca lució tan muerta como en ese momento, aunque él sabía perfectamente que éste llevaba igualmente muerto y en aquel mismo lugar por más de ochenta años.

 Sin darse cuenta, la parte superior de su cuerpo se aproximó incomprensiblemente al suelo, guiado quizás por vocecillas en su cabeza que sólo él escuchaba, al parecer, su cuerpo respondería al llamado de las lombrices y anélidos que a través de una danza frenética, lo estarían invocando a enterrar su cuerpo bajo la fría y húmeda tierra.
––¿Cómo dormiste? ––preguntó con voz suave la tía del muchacho.
––Muy bien tía muchas gracias. ––mintió éste.
A Rubí se le había hecho imposible recuperar la totalidad de sus fuerzas tras el viaje, pues durante la noche fue poco lo que pudo dormir, la antigua casa hizo que afloraran muchos de sus recuerdos y uno que otro resentimiento.
––¿Quieres tomar desayuno? ––consultó la mujer encendiendo la cafetera, pero el muchacho no tenía ánimos de comer, ni mucho menos de conversar. 
––Hace tiempo que no recibo visitas, así que me alegra mucho que vengan a pasar el verano conmigo. ––pero la mujer no esperó la respuesta de su sobrino y sin que nadie se lo pidiera se largó hablar.
––Ya nada es igual sin ella. ––agregó poniendo una mano sobre sus temblorosos labios.
––¡Ay como la extraño! Tanto que a veces la imagino mirándome a través de la ventana. ––dijo finalmente la tía Azucena después de un largo silencio. Su voz sonaba como la escarcha que se quiebra en invierno, así que sin más remedio a Rubí no le quedó de otra que levantar su vista del suelo.

La delicada mujer de colorines y largos cabellos, se detuvo para secar sus lágrimas con un pañuelito rosado que entre la manga de su blusa tenia guardado, el incómodo silencio pareció no perturbar a Rubí en lo más mínimo, quien lo ignoró como de costumbre, al distraer su vista en un peligroso juego de cuchillos sobre el esquinero de las legumbres. Las palabras de su tía continuaron resonando dolorosamente distantes para el delgado muchacho de perfecto corte militar, quien en lo más recóndito de su corazón abrigaba antiguos rencores hacia su familia originaria, los cuales regados tras años de llantos echaron profundas y robustas raíces desde la infancia, jamás le podría perdonar a sus tías y abuela, el haber sido las principales responsables del quiebre familiar que ni con la muerte se podría reparar.

Cuando Rubí era tan sólo un bebé, su joven padre mejor conocido como Ricardo “chico”, no tuvo mayor opción que comenzar a trabajar en el negocio familiar, a pesar de siempre haber deseado ser profesor. Motivado por su sueño, el padre de Rubí se matriculó en la Universidad Técnica de Temuco, en éste lugar conoció a Piedad, una joven mujer de de gran belleza y modesta condición en cuyos brazos encontró el sosiego inexistente en aquella turbulenta época. Tres fueron los años que dedicó al estudio de la pedagogía, corrían los ochenta en Chile y las protestas eran pan de cada día, guiado por un espíritu idealista, pronto se desencantó de las mallas curriculares intervenidas por un gobierno dictatorial, carentes de libertad de expresión y donde las demarcaciones del prestigio social pretendían enseñar a jóvenes de esfuerzo como él, que las universidades no tenían lugar para personas de su “condición”, como le habría dicho la asistente social al terminar el sexto semestre aquel verano de 1980, cuando pretendía renovar su crédito universitario. 

Desmoralizado, harto de injusticias y herido en lo más profundo de su orgullo, tomó la dolorosa decisión de abandonar la carrera, pensó que no obtendría nada mejor de lo que ya había aprendido en su modesto hogar, las enseñanzas impartidas por su padre hace mucho tiempo, le habían dejado en claro a él y todos sus hermanos, que siempre debían actuar en virtud de un bien superior, pues, la vida se encargaría de entregarles lo que en justicia les correspondiera, porque sólo actuando desinteresadamente llegarían a convertirse en hombres y mujeres de bien, pero sin importar lo que hicieran, nunca, pero nunca, debían olvidar que “Todas las personas, sin importar su condición merecen un trato justo”.

Con estas viejas pero útiles enseñanzas, Ricardo tomó a su señora e hijos, y con ellos regresó hacia su amada Valdivia, allí trabajó junto a su padre, quien comprendió su decisión y aunque su madre se mostró notoriamente en desacuerdo por la elección, nada pudo hacer ésta para que su hijo cambiara de opinión. Ricardo jamás les expresó claramente lo que aquella funcionaria le dijo aquel verano, pero obviamente él nunca lo olvidaría:

“¿Para que estudias esto? No vez que estudiar sale muy caro, mejor dedícate a otra cosa, tienes dos hijos y  el crédito, tarde o temprano lo tienes que pagar, estudiar no es para gente de tú condición…”

Ricardo pronto aprendió lo requerido para desempeñarse como joyero, su padre, don Ricardo Rugasso Spinela, permitió que su hijo aprendiera de él todo lo necesario para sobrevivir en el negocio, así lo instruyó sobre el correcto uso del laminador de metales, del mismo modo lo hizo en cuanto a la fundición de metales ––incluso con oxígeno–– baños electrolíticos, engaste piedras preciosas, reconocimiento de oro de baja ley, grabaciones en oro y plata, además de reconocer relojes sulfatados por la humedad, entre otras cosas propias del oficio. Para cuando Ricardo alcanzó el nivel de experto ––crédito otorgado por colegas de talleres vecinos–– Rubí ya había nacido, resultó ser el quinto de seis hermanos, fue en ese instante cuando Ricardo decidió independizarse e instalarse con un nuevo taller, para ello contaba con el apoyo de su padre quien lo ayudaría económicamente. Fue así como día tras día, uno y otro deshacían sus esfuerzos por fabricar las más bellas e inéditas joyas, las cuales en un principio fueron vendidas a precios que muchas veces no justificaron la dedicación invertidas en ellas, pero como el abuelo solía decir “Labor improbus Omnia vincit”, el trabajo constante todo lo vence.

 Don Ricardo siempre fue un sujeto bonachón, a lo largo de su vida pensó que las personas serían realmente felices, sólo en la medida que sus acciones favorecieran a los demás sin pensar en el beneficio propio, ya en su determinado momento, todos recibirían lo que en justicia les correspondiera. El hombre había aprendido desde muy temprana edad los conceptos de humildad y servicio, miembro de una familia numerosa, debió cooperar económicamente con sus padres para ayudar a mantener al resto de sus hermanos, de esta forma, no le quedó más remedio que ponerse a disposición en un taller de joyeros, lugar donde aprendió del oficio, sin antes aprender a limpiar los vidrios de las vitrinas con hojas de diarios y un paño mugriento, ciertamente no le pagaban mucho, pero de algo servían esos pocos pesos.

Para ese entonces, doña Florencia tenía grandes aspiraciones, bien sabía lo pronto que ascenderían en la escala social, si trabajaban arduamente en la promoción del taller entre las familias más adineradas de la ciudad de Valdivia, sin dudas, ese era el único camino que les otorgarían las justas comodidades que merecía una familia tan trabajadora como la de ella. Con esta convicción se dedicó a la venta y distribución de joyas entre las exclusivas familias de la ciudad, con el tiempo, el insipiente taller de joyas daría lugar a la renombrada “Joyería Rugasso”, el pequeño imperio familiar adquirió fama y prestigio, los cuales simultáneamente hicieron incrementar el valor de las piezas producidas en él.
De esta manera, la familia Rugasso logró hacerse de una pequeña fortuna que en teoría mantendría unidos y sin complicaciones económicas hasta entrada la década de los noventas, momento en el cual don Ricardo enfermaría gravemente, la mala alimentación, la fuerte demanda de trabajo y una la vida sedentaria, harían que su presión sanguínea subiera por las nubes.

Una tarde después de discutir fuertemente con ambos padres, Ricardo fue desterrado del taller que con tanto sacrificio había construido junto a su progenitor, la decisión lo obligó a iniciar con una joyería independiente entrada la década de los noventas, pero sin el apoyo económico ofrecido en un principio. El padre de Rubí jamás perdonó a sus progenitores el trato desconsiderado y déspota hacia él, pero sobre todo hacia sus propios nietos ¿Acaso nunca pensaron que tenía esposa y cinco pequeños hijos que mantener? En la calle, sin ni un veinte, con una familia que sostener y sin ninguna herramienta en su poder, no le quedó más opción que aguardar el día en que su padre saliera por un momento de la joyería, para así tomar en su ausencia algunas de sus creaciones expuestas en las vitrinas, y una vez con ellas en mano, ir en búsqueda de trabajo en otros talleres, ofreciendo la experticia y habilidad adquiridas tras años de trabajo junto a un joyero tan renombrado como Ricardo Rugasso Spinela.

Después de ese evento Ricardo no habló con el hombre que le diera la vida una lluviosa tarde de 1954, hasta cuando éste estuvo internado de gravedad en el Hospital clínico regional de Valdivia. Allí con mucho trabajo y, sólo después de largas discusiones con su madre y hermanas, pudo volver a verlo para presentarle a su última nieta, la pequeña y hermosa Perla.

Su presión está por sobre los 120 miligramos de mercurio, debe ponerse a régimen don Ricardo”.  Sentenció con voz grave el doctor en esa ocasión, pero poco fue lo que don Ricardo pudo hacer para controlarla, acostumbrado a disfrutar de la sabrosa comida casera, los exquisitos dulces y postres heredados por la tradición de los colonos alemanes llegados al sur de Chile, al hombre le fue imposible resistir una dieta que lo mantuviera libre de las arremetidas que la hipertensión arterial emprendía contra él. Para el año 1994 la enfermedad terminaría por vencerlo a los sesenta años de edad, momento en el cual un inesperado y fulminante derrame cerebral daría fin a su vida mientras trabajaba en su taller una noche de invierno. La muerte de don Ricardo fue el evento que terminaría por desmembrar definitivamente a la familia Rugasso–Quiñónez.

Para ese entonces, Rubí tenía seis años de edad, sin poder comprender la animadversión entre sus seres queridos, tal como un pequeño brote lo haría, comenzó a absorber del ambiente los nutrientes necesarios para vivir, aunque eso haya significado nutrirse a base de veleidosas sensaciones, como las causadas por las injurias y difamaciones en contra de su progenitor. Él nunca sabría si su abuela había iniciado la marejada de comentarios en contra de su padre y familia, en ese momento no lo entendió, mucho menos quería comprenderlo ahora cuando ya era mayor y casi todo un hombre, pero si de algo se sentía orgulloso, era el haber aprendido prematuramente acerca de la naturaleza negativa del hombre, Rubí bien sabía, que el “poder” todo lo corrompe, sobre todo cuando es fuertemente alimentado por la envidia, codicia y el orgullo, tan poderoso puede ser en algunas ocasiones, que incluso es capaz de vencer el amor materno.

Para Rubí, confiar en las personas dejaba en evidencia lo vulnerables que eran los seres humanos, aprendió a desenvolverse en un mundo de apariencias, demostrándose respetuoso bajo toda circunstancia, manteniendo el hermetismo y por sobre todas las cosas, la distancia de las personas. Él tenía muy claro lo necesario y útil que resultaba para su desarrollo, el interactuar con los personas que lo rodeaban, sin embargo, prefería estar alerta ante toda circunstancia, manteniendo activado sus mecanismos de defensa para evitar salir lastimado tras alguna decepción. De esta forma Rubí se acostumbró a no ser sincero a la hora de expresar sentimientos, en cambio se limitaba a poner en práctica su famosa táctica del AVE POR DESESO “Actitud Verbal por Deseabilidad Social”,  que consistía en decir exactamente lo que las personas deseaban escuchar, sin importar sacrificar su verdadera opinión respecto a los hechos.

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Daniel Galí
La Araucanía, Chile
Bienvenidos sean todos, soy una joven escritora Chilena de 24 años y he creado este blog con la finalidad de presentar mis trabajos, especialmente mi primera novela publicada en Lulu.com. Titulada como "El estero de la Muerte" Siempre he pensado que todos tenemos la imperiosa necesidad de comunicarnos con otros, hacemos señales, unos dibujan o quizás pintan, otros por su parte escriben lo que piensan, algunos hablan o simplemente dejan de hacerlo, pero en cualquiera de los casos y para que la comunicación sea realmente efectiva, aquello que hemos creado debe ser compartido con los demás, porque el mundo no lo construimos solos, porque el mundo lo construimos con palabras, jamás dejemos de comunicarnos.
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