martes, 30 de noviembre de 2010

CAPÍTULO II: La mensajera (2ª parte)

El muchacho de ojos miel dejó de divagar libremente entre sus recuerdos, al percatarse que su tía lo observaba sentada frente a él. Rubí no pudo dejar de sentir mucha rabia y le resultaba casi imposible, el no embestir una ácida y amarga verborrea en contra de ésta, pero el cansancio tras el incómodo viaje en bus desde la ciudad de Temuco le habían quitado gran parte de su energía, así que desistir en la ofensiva le pareció la mejor opción en esa oportunidad.
             
La exquisita mezcla de la fresca brisa marina y Arrayanes en flor ingresó por el ventanal de madera pulida, la cual desplazó suave y coquetamente las cortinas de hilo blanco, Rubí aún recordaba el día en que su abuela bordó pequeñas flores en todos sus contornos; las cortinas se meneaban al ritmo de  las caracolas y almejas suspendidas con hilo de pescar a un costado de ellas, parecían estar danzando al compás de algún coro de sirenas dirigidos por la mismísima Pincoya. El impacto del aire fresco en su rostro hizo que Rubí reaccionara.
––Voy a caminar a la playa y traeré algo pan al regreso ––dijo finalmente mirando a través del cristal.

 El muchacho se levantó con fuerza del banquillo, tanto que lo hizo tambalear amenazadoramente, su tía abrió la boca para responderle, pero ya  era demasiado tarde para esto, pues Rubí había cerrado la puerta tras él sin transar una palabra más, sin más remedio, Azucena volvió a unir sus labios mientras observaba a su sobrino caminar tras la huella de piedra laja, para luego desaparecer totalmente tras los rosales que cercaban la profusa propiedad. Tras dar un vistazo a la habitación y reconociéndose sola, la mujer se cubrió el rostro con sus delgadas y pequeñas manos para echarse a llorar. Sobre la mesa, la panera de mimbre reposaba repleta.

El lugar parecía escalofriantemente detenido en el tiempo, nada había cambiado desde la última vez que lo había visitado, las mismas construcciones de madera, las mismas calles de polvoriento ripio, los mismos gigantescos árboles que cada verano otorgaban una amistosa y refrescante sombra, convirtiéndose en el resguardo ideal contra el implacable sol del sur en esa estación del año, pero que durante el invierno se transformaban en un peligro, cuando en días de tormenta amenazaban con partirle el cráneo a cualquiera que deambulase bajo los fuertes vientos y la copiosa lluvia. Niebla, resultaba ser una localidad rural ubicada en el sector costero al sur del angosto y delgado país, donde las amables mujeres y nobles pescadores, hace mucho tiempo habían aprendido a coexistir entre una perfecta mezcla de brisa marina, abundante vegetación y bosque imperecederamente verde.

Cuando Rubí se encontró en la plaza de Niebla ubicada en Del castillo, calle que usaba como punto de referencia al considerarla columna vertebral de la localidad, se alegró de la proximidad entre los diversos puntos de atracción turística, pues esto le resultaba en extremo ventajoso, y no sólo a él, sino que también a los lugareños, turistas nacionales, pero sobretodo a los extranjeros, quienes desorientados tras descender de algún minibus proveniente de la ribereña ciudad de Valdivia ––apretadísimos debido a la gran demanda de los pasajeros–– les resultaba mucho más fácil encontrar los distintos accesos al mar, así como el camino hacia las ferias costumbristas, las numerosas tiendas de abarrotes, camping y cabañas, el reten de Carabineros, la primera compañía de bomberos, y como no, a las iglesias católica y metodista.

Nada había cambiado desde los tiempos en los cuales un pequeño Rubí acompañado de sus hermanos, ansioso se dirigía hacia la playa en busca de las más bellas conchitas, cristales pulidos y una que otra piedra marina. Aún permanecía la estación de bomberos junto a la vieja iglesia de madera, las artesanías para “gringos” ––como decía su abuela–– ubicadas en la casa del Castellano frente al mal llamado fuerte Niebla o como reza en la placa de estaño en una de sus vieja murallas “Castillo de la Pura y Limpia Concepción de Manforte de Lemus”, construido mirando hacia el océano sobre un borde del cerro de pura Cancagua, lugar desde el cual se podía vigilar la bahía en tiempos de osados piratas y  bien pagados corsarios.

El muchacho de ojos miel tomó un respiro de brisa marina antes de sentarse con desgano sobre una de las bancas de madera, que en ese preciso momento no eran ocupadas por nadie, éstas se ubicaban junto al castillo de Niebla, en la punta de Valdivia conocida como Santa Cruz o también llamada Santa Elena. De preferencia, Rubí buscaba lugares solitarios, pues él era de la idea que para pensar sólo era necesaria una persona y que todos los demás entorpecían la búsqueda de las añoradas respuestas, las cuales generalmente suelen estar dentro de si mismo, pero que nunca se escuchan precisamente a causa del ruido o presencia de los demás. Tras unos minutos y ahora con la mente en blanco, Rubí emprendió de nuevo la marcha sobre sus pasos.

Cuando Rubí descendía a través de la pendiente en dirección a la “Playa Chica”, se percató inmediatamente de la escasa concurrencia en el lugar, allí sólo se encontraba un hombre que recogía huiros y algas arrojados por el mar, los cuales cubrían la poca extensión de arena que formaba parte de la pequeña playa; además de una muchacha con pálido semblante que mantenía su vista perdida en el horizonte, así que sin darle mayor relevancia a la presencia de estas personas, el muchacho se apresuró en quitarse las zapatillas para caminar descalzo sobre la húmeda arena.

El aire salino de la mañana le produjo inmediatamente un picor en la nariz, pero pronto sus dedos palparon la espuma blanca de océano, olvido por completo que el olor a mar no le gustaba del todo y que su presencia en aquel lugar era más el cumplimiento de las ordenes de su padre que de su propia voluntad; sentir la espumosa sustancia blanca entre sus dedos, era todo lo que el muchacho necesitaba para olvidar la imagen paterna que con enojo había comenzado a configurar su mente. De pronto, sintió de súbito la desagradable sensación de haber sido sorprendido con la guardia baja y totalmente vulnerable, se encontró entonces con unos grandes ojos negros, eso si, abiertos con desgano, pero que igualmente se fijaban inquietantemente sobre él.
––Bu...bue... buenos días. ––dijo finalmente Rubí tras recuperarse de la sorpresa, pero la respuesta que esperaba de la desconocida muchacha jamás llegó, se apresuró entonces a rellenar el incómodo vacío, mientras las olas mojaban los pantalones que con esmero había recogido antes para evitar que ello pasara.
––Hace frío hoy ¿Cierto? creo que en la tele anunciaron lluvias para la tarde. ––se detuvo al reconocer lo poco interesante que sonaba el tema de conversación, mientras esbozaba una tiesa mueca que a él le suponía una amistosa sonrisa. La apacible muchacha pareció comprender las intenciones de Rubí.
            ––¡Oh si!  El día amaneció cerrado y no creo que despeje, aunque generalmente lo hace al medio… ––la pálida joven hizo un descanso mientras se quitaba del rostro una porción de sedoso y fino cabello negro con sus delgados dedos.
––Por favor, te pido me disculpes por haberte interrumpido, así… em… que palabra puedo usar... ––comenzó a murmurar la muchacha, más para si misma que para otra persona, en tanto, Rubí se perdía entre la curiosa forma de sus labios, a esas alturas, amoratados por el frío.
––¡Ah… si! ––gritó la joven, lo cual pilló de sorpresa a Rubí, quien no comprendió el motivo de su grito.
––Disculpa por haber interrumpido tus pensamientos, lo que sucede es que tengo un mensaje para ti, lleva un buen tiempo esperándote ¿Cómo lo digo para no conflictuar aún más tu perturbada mente? ––la muchacha terminó la oración ignorando la presencia de Rubí en el lugar, luego guardó silencio e inclinó tristemente la mirada hacia sus pálidos pies descalzos. ¿Perdón? ¿Qué se cree esta niña? ¿Pensara que tengo algún problema psíquico? ¿Tan mal luzco? A Rubí no le había gustado mucho ese último comentario, pero era tan bella que el muchacho pensó poder perdonar el tras pie de su lengua.

Pasaron unos breves segundos hasta que la joven decidiera hablar nuevamente, mientras tanto, el viento jugueteaba con sus largos cabellos. Rubí sentía que se le derretía el corazón.
––Mi intención no es entablar una charla entretenida contigo, disculpa si te he ofendido, pero por ahora sólo tengo que entregarte un recado, es un mensaje que la sra. Florencia Quiñónez tiene para ti… ¡Dejó! digo, que dejó para ti.

            Atónito, Rubí permaneció en silencio intentando recobrarse tras haber escuchado el nombre de su recientemente fallecida abuela, el muchacho no se había percatado que el agua le había llegado hasta las rodillas, aunque durante la conversación miró constantemente hacia el suelo para que esto no ocurriera, pero eso ya no le importaba, lo único que le preocupaba ahora, era el frío intenso y la inesperada niebla matutina que calaban en lo más profundo de su espinazo.
––¿Pero tú la consiste… supongo que sabes que ella murió? ¿Por qué resulta que…
Rubí, se detuvo al observar que la pálida muchacha se apresuraba en sacar de su anticuado pantalón, una pequeña libreta azul, en cuya cubierta traía pegada la imagen de la virgen de la Candelaria, además de un calendario del año 2008 totalmente rallado con anotaciones y tachaduras de fechas.
            ––Esto es de ella ¿Lo reconoces? quiere que lo leas, porque en su interior hay un mensaje escrito sólo para ti.

Rubí no tuvo tiempo de decir nada, aún sorprendido por la noticia, lo único que atinó hacer fue recibir entre sus manos la pequeña y vieja libretita, mientras la pálida muchacha se daba la vuelta dejándolo con un mar de preguntas aún más inmenso del que ahora mojaba sus fríos y tembleques pies.


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Daniel Galí
La Araucanía, Chile
Bienvenidos sean todos, soy una joven escritora Chilena de 24 años y he creado este blog con la finalidad de presentar mis trabajos, especialmente mi primera novela publicada en Lulu.com. Titulada como "El estero de la Muerte" Siempre he pensado que todos tenemos la imperiosa necesidad de comunicarnos con otros, hacemos señales, unos dibujan o quizás pintan, otros por su parte escriben lo que piensan, algunos hablan o simplemente dejan de hacerlo, pero en cualquiera de los casos y para que la comunicación sea realmente efectiva, aquello que hemos creado debe ser compartido con los demás, porque el mundo no lo construimos solos, porque el mundo lo construimos con palabras, jamás dejemos de comunicarnos.
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