martes, 30 de noviembre de 2010

CAPÍTULO I: Más allá del sur (2ª parte)

Rubí volteó hacia la ventanilla con los ojos cerrados y no es que odiara lo extremadamente verde del paisaje ¡Eso jamás! si bien era cierto, que con el transcurso de los años y los reiterados viajes hacia Valdivia, el trayecto ya no le resultaba tan místico como antes, sin dudas y a pesar de la intervención de la mano del hombre en las planicies, la vegetación continuaba siendo fecunda y admirable, sólo que a él ya no le impactaba como entonces, aunque sus padres desde pequeño le habían inculcado la admiración hacia tierra que firme sostenía sus pasos y en alto mantenía su cabeza, así como por toda la vegetación que tibia crecía en su regazo; su motivo de frustración y lo que a él realmente le molestaba, eran las personas, detestaba la idea que éstas poseían en sus mentes respecto a la gente del sur y, las supuestas diferencias que existían entre éstas y los habitantes de las grandes urbes. Tal era su animadversión hacia las personas, que prefería no verlas.

Después de mucho pensarlo y deambular mil veces a través de las ideas, el muchacho cayó rendido ante el sueño y el calor en esa tarde de enero, a tan sólo veinte minutos del terminal Valdivia.

El bus hizo ingresó por el sector Las animas, pasó junto al cementerio, luego se dirigió raudo hacia el puente Calle–Calle por avenida Pedro Aguirre cerda y finalmente viró por avenida Ramón Picarte hacia la costanera del río, lugar donde se emplazaba el terminal. Para cuando el auxiliar despertó al muchacho, éste se encontraba firmemente aferrado a  su notebook, tal y como lo haría una monja a su rosario, Rubí no se consideraba desconfiado, sino que precavido.

Cuando al fin pudo despegar las pestañas de sus parpados, lo primero que hizo fue sesionarse que aun poseía su notebook, mientras que con una manga secaba los rastros de baba sobre el mentón y buena porción de su cara. Inmediatamente notó que su compañero de asiento ya no se encontraba allí, en su lugar sólo se hallaba el periódico que tan afanosamente había leído el anciano.
––¿Tan pesado tengo el sueño? ––el muchacho no se cansaba de preguntarse como lo habría hecho el hombre para salir del rincón sin despertarlo, esto mientras subía la escalinata hacia el paradero de taxis, micros y colectivos.
––¡La veinte, esa es la mía! ––dijo en voz alta acomodando la mochila y el bolso tras su espalda, mientras apretaba los cuatrocientos pesos al interior de  su palma.

Cuando el muchacho abordó la micro, se encontró frente con lo que pensó, sería el peor de sus karmas ¡Gente! al interior del transporte había mucho menos espacio que en el bus, cabreado de su perra fortuna, se lanzó a lo bestia hasta el fondo del pasillo, por suerte para él, los empujones llegaban con efecto retardado a las, a esa altura de la tarde, fundidas circunvoluciones cerebrales de las personas.
––¡Una verdadera lata de sardinas! Y de aquí a Niebla son diecisiete kilómetros ¡Bueno, peor es mascar laucha! ––Rubí volteó al instante tras reconocer la profunda voz del anciano, quien para su sorpresa, se encontraba agarrado del pasamanos junto a él, ambos intentaban mantener el equilibrio mientras atravesaban el puente Pedro de Valdivia en dirección a isla Teja.
––¡Caballero! ––exclamó Rubí impactado. Si bien las personas a su alrededor parecían estar pasando algún trance mortuorio en vida, éstas no dejaron de prestar atención a las palabras del sofocado muchacho.
––Así es muchacho, parece que vamos en el mismo barco. ––le respondió alegre el anciano.
––Del cincuenta y cuatro que está en pie este puente ¿Haz visto los arcos? Al igual que el del Río Cruces, están hechos para que transiten las embarcaciones sin problemas a través de la rivera. ¿Sabías eso? ––le preguntó el hombre. Rubí negó con la cabeza.
––Para que lo sepa, anótelo y guárdelo en su disco duro. ––le comentó alegre.

La micro se detuvo unos instantes en el parque Saval, conocido por su exuberante vegetación, la hermosa laguna de lotos, la media luna donde tiene lugar el rodeo, la plaza de las esculturas, las muestras artesanales y por que cada verano se instalaba allí, la popular fiesta de la cerveza.
––¡Amigo! ¿Usted nos lleva hasta Corral? ––preguntó un rozagante joven de barba, que evidenciaba profunda alegría tanto en el cuerpo como en el alma.
––Difícil es amigo, porque yo puedo llevarlo hasta el muelle no más. ––respondió el chofer protegiéndose los ojos del sol con la palma de su mano.
––¿Y cuál nos sirve para llegar hasta allá? ––le preguntó el joven, quien miró a su acompañante que se encontraba en igual estado. De pronto todos los pasajeros se habían sentido invitados a escuchar de la conversación.
––Ninguna micro, una lancha lo puede llevar hasta allá no más, porque hay que cruzar el río Valdivia. ––respondió el chofer con una sonrisa, mientras seguía luchando contra el sol de atardecer.
––¡Uy que andan perdidos los amigos! ––le dijo el anciano a Rubí.
––A entonces igual nos sirve ¡Subamos no más Andrés! –– ambos jóvenes subieron abordo, llevaban sombreros de cumpleaños con motivos de cervezas y trajes típicos alemanes.

Tan pronto la micro se encontró corriendo por el puente Río Cruces, el aire comenzó a circular a través la chatarrienta máquina, brindándoles a los lánguidos pasajeros, la ventilación suficiente como para resistir el resto del camino. Rubí se dedicó a observar los juncos sobre el río, a esas horas de la tarde, el sol se desperdigaba sobre las aguas como resplandecientes escamas nacaradas, regalando a los espectadores, matizados y tibios reflejos rosa naranjados. El paisaje de la costa resultaba mucho más grato a la vista del muchacho, tal vez porque se percibía una menor intervención de la mano del hombre en aquellos recónditos parajes, siempre acompañados del serpenteante río alimentado por aguas dulces y saladas.
––Me acuerdo que su abuelo fue quién me enseñó la diferencia entre el oro de dieciocho y veinticuatro kilates, resulta… ––el anciano había comenzado hablar sin que nadie se lo pidiera, la verdad es que Rubí ya comenzaba a echar de menos sus intervenciones.
––Los veinticuatro kilates es la medida para el oro más puro, los de dieciocho tienen tan sólo un setenta y cinco por ciento de oro, el resto corresponde a otros metales, como lo son el cobre o la plata, y de ahí para abajo, en ese tiempo yo era tan sólo un vendedor de pilas. ––continuó hablando el hombre mirando hacia lontananza.

Rubí fijaba su vista en un lugar un poco más cercano a ellos, para ser precisos, justo al otro lado del anciano de curiosa boina, pues allí un sujeto con cara de pocos amigos y pobladas cejas, no le quitaba la vista de encima, no se trataba de algún delirio de persecución o paranoide, pues cada vez que éste asentía a los comentarios de su acompañante, el hombre se mostraba aprensivo e intentaba tomar distancia, lo cual resultaba absolutamente imposible debido al nulo espacio entre todos los que de pie se encontraban. Pero al parecer aquel hombre no era el único, muchos de los pasajeros también lo hacían. ¿Tendría algo en la cara? ¿Olería mal? ¡Jamás! había tres cosas en el mundo que Rubí de ningún modo dejaba de hacer antes de salir de su casa: pasar al baño, sonarse la nariz y echarse desodorante. ¿Qué sería lo que inquietaba a la gente?
––¡Con chaqueta de cuero! ¡Si seré pavo! Yo aquí y aún no le he preguntado ni el nombre ¿Cuál es su gracia joven? ––le preguntó el anciano al muchacho, sin antes dejarlo con el corazón en la mano tras la exagerada reacción.
––Rubí, señor. ––respondió éste muy despacio. El muchacho se sentía un poco acomplejado con su nombre, pensaba él, algo afeminado.
––Como la piedra roja ¡Que curioso! Bueno, yo igual tengo un nombre que a mis nietos les resulta extraño. ––calló el anciano como para que Rubí lo interrogara.
––¿Y cómo se llama usted? ––preguntó él mostrando interés.
––Ceferino, es un nombre antiguo, cuando conocí a tu padre… ––el anciano se detuvo para sacar de su bolsillo un pañuelo de vistosas rayas azules, el pedazo de tela tenía bordadas las iniciales C.S. y lucía perfectamente planchado.

Rubí presintió un nuevo desborde del caudal de preguntas, así que rápidamente encontró un súbito interés por los frondosos árboles que se apostaban unos contra otros a la orilla del camino, justo a las faldas de unos no muy empinados cerros. Notros, Arrayanes, Coigües, Mañíos, Canelos y Tepas, fueron algunas de las especies que el muchacho pudo reconocer a simple vista, además de los sempiternos líquenes, musgos y hongos parasitando de lo más bien sobre la floresta. Que por cierto, cada vez que los veía no podía evitar  reírse de su madre, quien los compraba en las tiendas como rústicos ornamentos, sin saber que se trataban de unos cuantos hongos y parásitos, pero lo asqueroso no era eso, sino los precios que debía pagar por ellos.
––Nosotros le decíamos el Ricardo “chico”, la verdad es que le decíamos Ricardito, pero cuando nació tu hermano mayor, ya dejamos de llamarle así. ––continuó hablando don Ceferino.
––Tú eres el último ¿No es cierto? ––le preguntó el hombre secándose el sudor de la frente antes de continuar.
––No, soy el quinto, la última es mi hermana Perla. ––respondió Rubí no muy fuerte, para no despertar la curiosidad del resto, lo cual a esas alturas de la conversación parecía imposible.
––¡Ah, chita que son hartos! yo pensaba que el Ricardito y Peridoto eran los únicos hijos del Ricardo “chico”, porque fue a los que conocí cuando chicos. ––aseguró Ceferino.
––Somos seis, después de Peridoto, le siguen Hematites y Alejandrita. ––agregó Rubí, quien se estaba dejando llevar por el curso de la fluida conversación.
––Les hizo falta una tele a tus papás. ––rió el anciano guardando su pañuelo.

A esa altura del camino, la veloz micro ya había pasado los puente Las estancillas y Cutipay, lo cual significaba que faltaba muy poco para llegar a Niebla. Rubí se alegró aunque no dio muestras de ello.
––Así, es. ––afirmó el muchacho mientras despegaba los bolsos de su mojada espalda, algunas personas no pudieron evitar voltear a verlo.

Por suerte para Rubí, las sinuosidades del trayecto le impidieron continuar el diálogo con Ceferino, pues ambos, y debido a la velocidad del microbus, debieron concentrar todos sus esfuerzos en mantenerse en pies y sin golpear a nadie con sus pertenencias, aunque el anciano viajaba sin ningún tipo de equipaje.

Cuando la micro se detuvo en muelle en avenida Lord Cochrane, bajaron los enfiestados pasajeros que abordaron en la Saval, después de eso y como un bólido ascendieron por la pendiente en dirección a la plaza frente al “Castillo de la Pura y Limpia Concepción de Manforte de Lemus”.
Rápidamente Rubí se apoyó del pasamanos y realizó una maniobra digna de la mejor bailarina de “La Zulema”, reconocida casa prostitutas de la ciudad. Con esfuerzo y antes de llegar a Del Castillo con Carrera Iturgoyén, el muchacho tocó el timbre que emitió un particular sonido de pajarito, el chofer echó un vistazo a través del espejo retrovisor para comprobar el descenso de éste, quien sin pensarlo veces, se arrojó escaleras abajo cuando a tranquetazos limpio se abrió la desvencijada puerta. Por nada del mundo quería que la micro partiera con él a medio camino.
            ––¡Hasta luego don Ceferino! ––gritó el muchacho despidiéndose con la mano.

El anciano sobre la micro devolvió el gesto de igual manera, mientras el hombre de pobladas cejas junto a él, no dejaba de mirarlo como si fuera un gato negro con cinco patas y una cola de ratón. La puerta se cerró con estruendosa violencia y tras una ráfaga de tóxico humo negro emanado del tubo de escape, Rubí vio partir a toda marcha la destartalada máquina.
            ––¿Y con quién hablaba ese? ––le preguntó el hombre de pobladas cejas a una mujer de inquietantes curvas que había permanecido sentada justo, donde el anciano habría estado apoyando.
            ––¿No lo sé, yo pensé que tal vez con usted? ––respondió ella con sus labios color del fuego.
            ––No, yo venía solo al igual que él.


Fin primer capítulo
Daniel Galí.


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Daniel Galí
La Araucanía, Chile
Bienvenidos sean todos, soy una joven escritora Chilena de 24 años y he creado este blog con la finalidad de presentar mis trabajos, especialmente mi primera novela publicada en Lulu.com. Titulada como "El estero de la Muerte" Siempre he pensado que todos tenemos la imperiosa necesidad de comunicarnos con otros, hacemos señales, unos dibujan o quizás pintan, otros por su parte escriben lo que piensan, algunos hablan o simplemente dejan de hacerlo, pero en cualquiera de los casos y para que la comunicación sea realmente efectiva, aquello que hemos creado debe ser compartido con los demás, porque el mundo no lo construimos solos, porque el mundo lo construimos con palabras, jamás dejemos de comunicarnos.
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