martes, 30 de noviembre de 2010

CAPÍTULO V: Los Santos.


“No es para nada extraño ver llover en época estival por estos lados, después de todo estamos al sur de Chile, esto es pa’ más calor, es puro suraso no más…” Escuchó Rubí decir a su tía Rosa una de esas tardes, pero desde aquel comentario habían transcurrido ya varios días y, las interminables lluvias y fuertes vientos parecían no tener el más mínimo interés en abandonarlos.

El día lunes de esa semana había iniciado con un hermoso y despejado cielo azul, obviamente muy bien acompañado del abrasador e imponente sol estival, cuyo resplandor fue muy rápidamente eclipsado por unas cargadas nubes grises que a toda marcha llegaron desde el gigantesco océano para quedarse, esa misma tarde el cielo estuvo absolutamente cubierto, los vientos arreciaron profusa e incansablemente hasta que las nubes comenzaron a deshacerse sobre la apacible localidad de Niebla durante toda esa noche y las que les siguieron el resto de la semana.

Los sentidos de Rubí carecían de memoria, y es que el muchacho no recordaba haber visto ni escuchado caer tanta agua del cielo alguna vez en su vida. Por las noches lo último que escuchaba era el sonido de las gotas de lluvia sobre las techumbres de lata, al día siguiente, al despertar, el primer sonido que acariciaba su oído era el de la fina lluvia sobre las copas de los árboles, además del cantar madrugador de los gallos. Si bien los turistas extranjeros y veraneantes locales disfrutaban del fenómeno climático el primer día, su fastidio se hacia evidente al transcurrir el lento caminar de la semana, imposible era negar el enojo de los locatarios en las ferias costumbristas, quienes de brazos cruzados esperaban que el clima se mostrara favorable y así los turistas decidieran visitar los puestos para  degustar de la gastronomía nacional, pero como la situación parecía no mejorar estos debían soportar las bajas ventas al compás de un cumbia chilota, que sin desconsuelo sonaba desde el escenario central de la muestra costumbrista en la caleta “ El piojo”. 

Durante esos días de lluvia era común ver a un evidentemente fastidiado Rubí, quien sin nada que hacer atravesaba a grandes zancadas cada una de las habitaciones de la sureña construcción ––¡Uy, con esta lluvia no se puede salir a ningún lugar! ––se quejaba en voz alta asegurándose que todos en la casa escuchasen sus reclamos ¿Dirigidos a quién? Eso ni el mismo lo sabía muy bien.

Nadie podía negar lo difícil que resultaba mantenerse al interior de una casa en días de lluvia, sin otra opción más que contar las gotas caer a través del visillo de la ventana, pero aunque el clima imposibilitaba las actividades al aire libre de quien aún no estuviese acostumbrado a todo aquel desborde de naturaleza incontrolable, éste espectáculo tarde o temprano terminaba animando a todos los espectadores, y así lo comprendió Rubí días más tarde, quien ansioso se veía a si mismo esperando los momentos de tregua para salir al exterior y dar cumplimiento alguna misión dada por los altos estratos, cuando su tía Azucena requería de sus servicios para ir en la búsqueda de víveres en calidad de “urgente” a la tienda ubicada en Del castillo.
––¡Hola tío! ¿Va a comprar? ¿Me trae un rico? ––era el menor de los tres hermanos Santos quien lo atajaba de salida una de esas mañanas, ya desde el día de su llegada al caserío habrían estado atosigando a Rubí con preguntas, abrazos y mimos sobre su espalda.
            ––¡A mi también tío! ––gritó la morocha de siete años, quien a pesar de ser la mayor era la más retraída, al parecer tenía dificultades para comunicarse.
            ––¡Tiíto! ––corrió a colgársele del cuello la más astuta de los tres.
            ––¿Porque no me lleva a mí mejor? ––preguntó consiguiendo su objetivo, y aunque Rubí mantuvo sus brazos al aire, la pequeña, al igual que un molusco, se adosó de tal manera que no necesito que la sostuvieran.
            ––No, porque debes pedirle permiso a tú mamá ––respondió seco el muchacho, quien con mucho trabajo logró despegar a la pequeña Zeidora de su maltratado cuello, quien a diferencia de su hermana era tan blanca como la leche de vaca.
            ––Ella me da permiso ––sin prestarle atención, Rubí se abrió paso entre los pequeños como si se tratasen de salpullidos de pulgas que inmediatamente debía rascarse. 
            ––¿Pero cómo, si aún no le haz ido a preguntar? ––las zancadas del muchacho comenzaban a mermar el ánimo de los insistentes liliputienses.
            ––Es que ella no está porque se fue a trabajar ¡Pero igual me da permiso! ¡Ella siempre lo hace! ––respondió Zeidora. Fastidiado Rubí se detuvo para respirar entre los niños y las nerviosas gallinas, que como de costumbre revoloteaban picoteando como amas y señoras de todo el lugar.

El muchacho sintió como un diminuto músculo al interior de su pecho comenzaba a constreñirse a pesar de su resistente coraza, Rubí no pudo evitar sentir compasión por esas criaturas que a esas horas de la mañana jugaban bajo la tenue llovizna, aparentemente, sin que a nadie le importara “hijos de la lluvia y el viento” pensó él en silencio. Su tía le había explicado la tarde en que llegó al caserío, cuando con sorpresa vió a unos pequeños niños recibirlo afectuosamente junto al puentecito sobre el estero, que la madre de los estos tenía tan sólo veintisiete años y que cada mañana los dejaba para ir a hacer el aseo de la municipalidad de la cercana ciudad. Pichintun, que era el más pequeño de los tres tenía tan sólo dos años.
––¿Y ahora quién los está cuidando a ustedes? ––preguntó Rubí conociendo la respuesta, evidentemente buscaba una escusa para abandonarlos.
––Mi mamá Chabela. ––contestó rápidamente Zaidora, la sumisa anciana tendría la difícil misión de procurar por el bienestar de su nietos durante el día, función que no cumplía cabalmente, no porque quisiera, sino porque no podía, pues la mujer padecía una violenta tuberculosis que requería de muchos cuidados y el mayor de los reposos, los cuales indudablemente tampoco poseía, pues además debía encargarse de su machista esposo y los quehaceres que implican llevar al mando una casa. Los niños prácticamente se criaban solos.
––Entonces es a ella a quien tienes que pedirle permiso. ––sentenció firme el muchacho, mientras un gallo picoteaba restos de comida sobre una lata.
––Pero ella si me deja. ––respondió Zeidora con ojos lastimeros y haciendo pucheros. Era evidente que la pequeña pilluela intentaba manipularlo.
––¡Yo también quiero! ¡Y yo! ––se sumaron a las suplicas los otros dos enanos.
––No Pichintun, tú no, eres muy chico. ––gritó violenta Lucapina, quien comenzó a pelear con el pequeño, después que éste la ignorara para continuar como si nada con su empresa.
––¡Mocosos del diantre, se fueron a tomar la leche, partieron no más! ––era el abuelo de los muchachos quien desde lejos les gritaba seguido muy de cerca por su vaca. El enorme animal ni se inmutó cuando se detuvo sobre la hierva, que minutos antes hubiera estando siendo atacada por los violentos picos de las gallinas y alaracos pollos, que ahora alborotados cloqueaban y piaban cerca de sus patas, como reclamando la insolente usurpación.
––¡Hola como está! ––le saludo José de María Santos Rivera, el abuelo de los pequeños.
––¡Ya, se fueron donde la mamá! ––el anciano les gritó a sus nietos una vez más, quienes al ver la expresión de su rostro, corrieron sobre sus cortas piernas sin decir un una palabra más. A pesar de sus cortas edades, los tres hermanitos reconocían muy bien cuando su abuelo llegaba a casa en estado de ebriedad.
––Muy bien gracias. ––se apresuró en responder el muchacho, quien también sintió la imperiosa necesidad de salir corriendo tras percibir el fuerte olor a trago, pero aún más, al ver la cierra eléctrica que portaba con dificultad entre sus gruesas manos. La vaca pestañó para ahuyentar algunas de las moscas que volaban de paso por allí.
––¡Estos huachos del diablo! ––dijo sonriente José, mientras se alejaba tambaleante con su vaca. Rubí no podía creer que aquel hombre gozara de la potestad legal de los pequeños, pues según había escuchado, los hermanos serían hijos de padres diferentes, cada uno de los cuales los habría abandonado tras romper las relaciones con su joven e inexperta madre.
––¡Chabela! ––gritó al retirarse el hombre de setenta y cuatro años de edad, Rubí pensó entonces que llamaba a su esposa, pero más tarde se enteraría que aquel también era el nombre que recibía la enorme vaca.

De pie en el patio vecinal, Rubí se detuvo a pensar en el porvenir de los tres hermanos, resulta que José de María resultaba ser un hombre extremadamente machista y violento, cuyo ímpetu era severamente alimentado por interminables desayunos y cenas a base de fuertes destilados y fermentados. Sin duda alguna, el alcohol era el combustible que motivaba todas sus acciones, bien lo sabía doña Chabela, quien con resignación vio como le hombre vendió las parcelas que ella había heredado tras la muerte de su padre, además de los insultos y fuertes palizas que un día entre cuchillos amenazaron con matarle. Aun así, esta mujer lo había rescatado una noche tras descubrirlo tirado en el estero completamente empapado y borracho. El muchacho despabiló al descubrirse allí sin hacer nada, pronto se encaminó a través de los gredosos senderos esperando que el desolado paisaje lo ayudara a dejar de lado la desazón tras el encuentro con el borracho.

Pronto numerosos Chilcos y Cardenales de verdes hojas salieron a su encuentro, el muchacho pareció olvidar lo ocurrido y disfrutar durante breves minutos la travesía hacia la tienda de abarrotes, de cuyo lugar debía regresar a toda marcha una vez realizada las compras si un aguacero no quería agarrar, pues bien era sabido por todos, lo cortos que resultaban los lapsus de tregua otorgados por las nubes una vez que éstas descendían a tierra, las cuales extenuadas por su labor decidían tomar un fútil descanso para dormitar a ras de suelo, por lo menos así Rubí lo creía, quien no podía afirmar a ciencia cierta, si se encontraba aún en tierra firme o sobrevolando el cielo como las gaviotas, cuando se veía a si mismo, caminando entre las nubes a través de los gredosos y solitarios senderos de aquellos infranqueables cerros.

De regreso el paisaje le hizo recordar a su abuela, quien tantas veces durante su niñez le contó que Niebla era el lugar favorito de Dios en esta tierra y por esa razón el cielo se encontraba más cerca de ella, tanto que en noches despejadas, las estrellas y la luna podían casi tocarse al subirse en una escalera.
––¡Hola! ––le saludo al paso el colorín y pecoso Justino Santos, hombre de cuarenta y seis años que vivía en El estero de la Muerte junto a su familia. Rubí le devolvió el saludo amablemente.
––¡Tan temprano que anda oiga! De seguro usted anda buscando al diablo. ––rió con fuerza Justino quien bromeó al ver al solitario muchacho justo en medio de un cruce de caminos. Entonces Rubí recordó la historia que Perla le había contado al respecto, al parecer los aspirantes a brujos invocaban al diablo en aquellos lugares para ofrecer sus servicios.

El muchacho sintió de pronto como se le erizaban los pelos y el espinazo, pensó que debía ser de frío, así que rápidamente apresuró el tranco. Obviamente él no creía en esas supersticiones, pero pensaba que nunca estaba de más guardar las precauciones del caso. Al divisar la primera casa ubicada en el alto antes de llegar a El estero de la Muerte, Rubí disminuyó disimuladamente la velocidad de sus pasos, pues notó un súbito movimiento de cortinas desde el interior. Mantener el decoro y compostura bajo cualquier situación, eran necesarios para evitar habladurías, pelambres y copuchentos de viejas que se dedicaban a la práctica de estos insanos deportes.

Los lugareños que habitaban en El estero de la Muerte, tenían la misma forma de pensar que Rubí, ellos consideraban ,entre otras cosas, que la privacidad era un tesoro y resguardarlo resultaba una necesidad, es por esa razón que no resultaba extraño oír recurrentemente “cuidado que aquí las paredes hablan… y las ventanas tienen ojos”, éste dicho se aplicaba sobre todas las cosas, cada vez que los vecinos transitaban frente a la casa azul ubicada en el alto justo antes de ingresar al caserío, pues en ese lugar vivía la impopular “Gioconda”. Desgraciadamente para todos quienes habitaban junto al mugroso estero, éste resultaba ser acceso obligado para llegar a sus preciados hogares.

Podría decirse que la mujer acostumbraba observar a través del visillo puesto sobre la ventana, la gran parte del día, muchas veces a la semana, cientos de veces en el mes, y prácticamente durante todo el año. Pero esta costumbre considerada de mal gusto por los vecinos, últimamente había cobrado matices algo siniestros, y es que el arribo de las nubes grises sobre los alrededores de Niebla dejó algo más que frías lluvias, un toque de tenebrosidad y misticismo inundaron también a El estero de la Muerte por esos días y durante las oscuras e interminables noches.

            Eran cerca de las diez y media de la última noche de esa lluviosa semana, arreciadas por el viento, las techumbres de lata rechinaron como nunca antes, la lluvia cayó con intensidad sobre las fumarolas que ese entonces parecían dormidas. Las luces en la antiquísima casa de los Santos Rivera jamás fueron encendidas esa noche, la tranquilidad del lugar sólo se vio interrumpida por los fuertes ronquidos de don Faustino, cuyos iracundos resoplidos inundaban cada rincón de la modesta construcción que ya se caía a pedazos. Nadie creería que aquel hombre destilante de energía poseía alrededor de noventa y seis años de vida, y mucho menos que a mediado de 1930, con apenas 16 años se convirtió en el brazo derecho y capataz de Adriano Montenegro Robles, antiguo propietario del estero Montenegro y El estero de la Muerte; ambos fueron los encargados de administrar los terrenos, y aunque desde hace ya mucho tiempo la familia Montenegro se encontraba radicada en la capital del país, aún era don Faustino quien cuidaba de todo el lugar, labor autoimpuesta sin que nadie le hiciese la más mínima insinuación.

De los veinte hijos nacidos del matrimonio entre don Faustino y su esposa María Cornelia Trinidad Rivera Torres, Gioconda era la mayor del grupo y quien producto de su soltería vitalicia se había adjudicado irrevocablemente el cuidado de su anciano padre, era ella la encargada de encender y apagar las luces de la casa, además de asegurar las puertas y ventanas apenas el sol se ocultase, y a pesar de que todos los días sagradamente se iba a la cama a las diez en punto, esa noche en particular, la mujer permaneció en pie motivada exclusivamente por el morbo. A esas horas, además de su pijama acostumbrado, la protegían del frío una bata celeste de lana muy gruesa, un gorro fucsia que de mala gana cubría parte de su abundante y espesa mata de pelo ceniza, y sus medias favoritas, que por lo demás ya estaban suficientemente desgastadas por el constante uso, razón por la cual bamboleaban sin cesar sobre sus gruesos e hinchados tobillos.

En cualquier momento llegaría ante el umbral el motivo de tanta expectación, Gioconda impaciente y con evidentes cuotas de adrenalina paseándose por su cuerpo, se animó una vez más para no despegar la vista de esa ventana, ella no se perdería ni un sólo detalle de lo que ocurriría allá afuera en pocos minutos más, y aunque pocas eran las fuerzas que le quedaban a su osamenta de setenta y nueve años de edad, ella no se permitiría ceder. Ciertamente, sus rodillas ya no respondían como en aquellos años en los cuales corría feliz tras el balón de basketball mientras jugaba una semifinal en el coliseo municipal.

Masajeando una de las rodillas, Gioconda rápidamente sacudió de su mente los añosos recuerdos, cuando de pronto y con gran entusiasmo vió llegar por una de las esquinas del encumbrado camino de roca y tierra, a una escultural muchacha tomada de la mano de un hombre que le doblaba en edad. En los grandes ojos verdes de Gioconda, dañados por un severo defecto ocular, ahora se reflejaba la silueta de la pareja entre el alboroto de los perros. Las mejillas de Gioconda comenzaron a tornarse de un color rojizo al igual que el de un tomate maduro.
            ––¿Son éstas horas de llegar…? eres una suelta, una desvergonzada, a las horas que te paseas por la calle y con ese hombre, debería darte vergüenza, no me extrañaría que un día de estos salieras con tu domingo siete. ––pero Gioconda se quedó sin poder terminar con su parlamento, pues inmediatamente fue interrumpida por la impetuosa muchacha que apenas había cerrado la puerta tras ella.
––¡Oiga…oiga… ¿Qué le pasa? Son apenas las once de la noche ¿Cuál es el problema señora? resulta que ese hombre es mi pololo y francamente no entiendo qué es lo que le pasa a usted con él, además, yo estoy bien grandecita y querer a otra persona no tiene nada malo, tal vez eso es lo que le faltó a usted, alguien que la…

            Pero las palabras no alcanzaron a brotar de los labios de Mariela, pues la joven tuvo que concentrar sus energías en esquivar una cachetada que por poco aterriza en medio de su cara. Fueron pocos, pero intensos los segundos que ambas mujeres se miraron en silencio, los maliciosos ojos verdes de Gioconda casi desbordaban de sus cuencas, su rostro, claramente deformado por la ira dejaba la descubierto el rencor que esta mujer guardaba contra la joven, quien no lograba entender el origen de tal resentimiento.
––¡Estoy harta! le arruinas la vida todos, lo hiciste con mi mamá, pero conmigo no vas a conseguir nada ¿Me escuchaste? Mañana mismo me voy a la casona de huéspedes, ya soy mayor de edad y no me puedes castigar por no llevar la vida que tú elegiste para ti.

La muchacha soltó el brazo de su tía y atravesó la sala sin decir una palabra más, Gioconda le siguió con su pesado cuerpo lo más rápido que pudo, pero no logró detenerla, en cambio sólo obtuvo un portazo al final del pasillo.  

            Para cuando Gioconda se halló sola en su habitación, intercambio la cólera por unas amargas y silenciosas lágrimas, para ella éste último tiempo había resultado extremadamente difícil, pues aún se encontraba profundamente afectada por la reciente muerte de su hermana Ernestina de María, madre de Mariela, con quien Gioconda mantuvo fuertes discusiones que terminaron por distanciarlas por más de tres años, a pesar de ello Gioconda decidió hacerse cargo de su sobrina tras la muerte de su hermana. Sobre la conciencia de esta robusta mujer recaía además, la muerte de su madre, quien tan sólo unos meses antes de la muerte de su hermana había fallecido bajo su cuidado, en cierta medida, se sentía responsable por lo ocurrido y el resto de sus hermanos así también lo creían, pues así se lo hicieron entender aquella fría noche del funeral.

Diecinueve fueron en total los hijos nacidos del vientre de doña María Cornelia Trinidad Rivera Torres, la fallecida madre de Gioconda. Fue ella una mujer de muy poca fortuna y gran desgracia, cuando aún siendo muy joven y sin siquiera escuchar decir agua va, su padre la ofreciera en matrimonio a su joven compañero de copas en la concurrida taberna de la “Camencho” durante la tarde más calurosa del verano de 1930. Faustino Santos Costa, se llamaba el muchacho y sin mucho preámbulo acordaron la celebración del matrimonio, de ésta forma doña María, poco tuvo que ver con la elección del hombre con quien se vería obligada a compartir el resto de sus días, la joven muchacha no hizo más que aceptar su destino con resignación, sin chistar y bajo los preceptos de: “el amor llegará con el tiempo…”, tal y como le habrían instruido a ella y tantas otras niñas, cuando apenas comenzaban decir sus primeras palabras.

A pesar del panorama, María abrigó en su corazón la esperanza de encontrar la felicidad o al menos un buen pasar junto a su desconocido marido, pero incuestionablemente y como suele ocurrir, la vida nunca resulta fácil para aquellos que no han nacido en cuna de oro y sobre todo si se ha nacido mujer.

Un alto y tortuoso costo tendría el vínculo entre estas pobres almas, pues sus efectos no sólo repercutirían sobre ellas, sino además sobre cada uno de sus diecinueve hijos, e incluso hasta el último hijo de sus hijos nacido bajo el alero de esta numeraria familia. Así fue cuando en 1932 nació Gioconda, la primera del clan, posteriormente le siguieron uno tras otro Fausto, Juan, María niña, los gemelos José y Jesús De María, luego de tres años nació Purísima del Carmen, para ese entonces y con tan sólo  diecinueve años de edad, esta joven madre ingenuamente pensó que al cruzar los dedos de sus manos la suerte se pondría de su parte, permitiendo que la séptima de sus hijas fuera la última del clan, con gran decepción comprobaría años más tarde la escasa incidencia de la fortuna en cuestiones de planificación familiar, a Purísima del Carmen le siguieron otros trece niños, además de la inesperada llegada de una hija de Fausto engendrada por una mujer de Chiloé, estos veinte hijos fueron reconocidos en la localidad como “Los veinte Santos de María”
           
            Gioconda enjugó una vez más sus lágrimas, el vívido recuerdo de aquellos años infantiles en los cuales ella y sus hermanos permanecían unidos a pesar de las dificultades, retornaban a su mente cada noche tras la muerte de su madre. Desde entonces Gioconda sufrió la indiferencia y marginación por parte del clan Santos, cuyos miembros insistían en responsabilizarla por lo ocurrido, pues innumerables fueron los ofrecimientos que estos hicieron para compartir los cuidados que demandaba la anciana de noventa y tres años de edad, pero la testaruda Gioconda jamás aceptó dichas proposiciones, pues en su mente siempre rondó el insano pensamiento, que sus hermanos sólo pretenderían echar manos sobre la modesta pensión que percibía entonces la octogenaria mujer.

La robusta mujer pensaba que aunque poco fuera el monto, éste sería lo suficientemente tentador como para despertar los instintos codiciosos de sus hermanos, quienes malgastarían el dinero y finalmente maltratarían a su madre.

            Pero claramente y como suele ocurrir en estos casos, el remedio resulto ser mucho peor que la enfermedad, con el transcurso de los años Gioconda no pudo mantener la energía suficiente como para  entregar los cuidados necesarios a una mujer mayor, pues ella misma había envejecido, sin fuerzas ni ánimo para cumplir su labor, ésta fue descuidando paulatinamente los horarios de alimentación, incluso los cuidados de higiene de su madre como los de ella misma. Fue así como Doña  María Cornelia murió una mañana de agosto, lucida hasta ya no poder, pero evidentemente desnutrida hasta los huesos; Gioconda no había logrado revertir los efectos provocados por años de desnutrición severa que afectaban a la anciana, en vano habría estado alimentando a su madre en base a una dieta rica en almidones y carbohidratos durante las últimas semanas de vida de ésta, la rigurosa alimentación finalmente terminaría por colapsar el incapacitado sistema digestivo de la mujer. Según el dictamen del médico familiar, la causa de muerte habría sido natural, pero bien era sabido por este profesional, que la causa real habría sido una falla respiratoria provocada por la falta de fuerza muscular en los pulmones para ejercer su función, lo cual en este caso en particular, habría sido antecedido por fuertes alteraciones en el metabolismo y absorción de nutrientes en el intestino de la anciana, incapacitándola de esa forma, para degradar la gran cantidad de alimentos ingeridos durante ese último periodo de tiempo.

            Al recordar esto y sintiéndose aún más culpable que en ese entonces, Gioconda abrió sus ojos verdes poblados de cataratas y buscó entre la balumba alguna figura que le resultara conocida.
––Gracias por no venir esta noche, muchas gracias, muchas gracias madre querida. Dijo hablándole a la oscura habitación, luego se quitó los anteojos, bajó sus parpados y finalmente tras mares de lágrimas se durmió.


















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Daniel Galí
La Araucanía, Chile
Bienvenidos sean todos, soy una joven escritora Chilena de 24 años y he creado este blog con la finalidad de presentar mis trabajos, especialmente mi primera novela publicada en Lulu.com. Titulada como "El estero de la Muerte" Siempre he pensado que todos tenemos la imperiosa necesidad de comunicarnos con otros, hacemos señales, unos dibujan o quizás pintan, otros por su parte escriben lo que piensan, algunos hablan o simplemente dejan de hacerlo, pero en cualquiera de los casos y para que la comunicación sea realmente efectiva, aquello que hemos creado debe ser compartido con los demás, porque el mundo no lo construimos solos, porque el mundo lo construimos con palabras, jamás dejemos de comunicarnos.
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